«Dios sabe por qué te trajo a este lugar»

JulioYMadreConDiplomaLa graduación es el momento más especial en la vida de un estudiante. Significa lograr el objetivo al que se apuntó durante años. Tener el diploma en la mano otorga un sentimiento que solo los que lo han vivido pueden describir. Es realizarse personalmente. Pero sucede que muchas veces solo observamos el final del camino y no vemos con detenimiento el recorrido que llevó al alumno a obtener su título. Detrás de cada graduando hay una historia, una familia, un sacrificio.
El domingo 7 de junio fueron doscientos veintiuno los graduandos que recibieron su diploma. Entre ellos se encontraba, sentado en la primera fila, Julio César Ferreira, el profesor Ferreira desde ese día, ya que consiguió el título de Profesor de Educación Primaria.
Julio es oriundo de Tucumán, más precisamente de Concepción, lugar al que se lo conoce como La Perla del Sur, por sus bellezas naturales. En aquella ciudad de casi 50 000 habitantes todavía viven sus padres y su hermana mayor, Giselle.
Su madre, Beatriz González, conoció la Iglesia Adventista cuando Julio era un bebé y aceptó de inmediato la Palabra de Dios.
«Siempre hemos encaminado a nuestros hijos en la iglesia para que no se aparten de Dios. Pero hay situaciones que a veces están fuera de nuestro alcance. Julio creció como un niño involucrado en las actividades de la escuela sabática, del club de conquistadores, de la iglesia. Pero los niños crecen. En su adolescencia se fue alejando de todo lo que tenía que ver con lo cristiano. No tenía problemas graves; el problema era decir “no” cuando el grupo de amigos invitan a decir “sí”. Los amigos de Julio salían, iban a fiestas, a bailes, al boliche. Y él tuvo que entender que esas actividades no eran compartidas ni por su familia, ni por Dios.
A pesar de todas las dificultades típicas de la adolescencia, mi hijo siempre fue muy responsable. Mi esposo quedó desempleado cuando Julio se encontraba en su último año de colegio. Mi hijo tuvo que conocer desde jovencito el sacrificio de estudiar y trabajar. Con esta doble responsabilidad sobre su espalda, consiguió terminar el secundario.
Julio no abandonó el estudio. Se inscribió en Ingeniería Mecánica y comenzó a estudiar por las noches. De mañana trabajaba en la municipalidad; en la tarde, lo hacía en un negocio. Pero a pesar de sus esfuerzos y el de toda nuestra familia, no nos alcanzaba el dinero.
Decidimos hacer un trato: todos nuestros ingresos iban a ser destinados para que Giselle se estudiara. La apoyaríamos en sus estudios. Y así, cuando ella obtuviese su título, sería el turno de Julio para estudiar.
Un tiempo después, vino a casa un primo de Julio. Estaba feliz, ansioso por contarnos cuál era su nueva adquisición y en qué había invertido su dinero. No dio muchas vueltas para contarnos que era el nuevo dueño de un boliche importante de la ciudad, y eso era solo el comienzo. Junto con la noticia, también trajo una propuesta. Le ofreció trabajo a mi hijo, y él lo aceptó. Al principio solo se encargaba de la caja, pero después comenzó a ser el que atendía la barra. Y yo, sufría desde mi casa. Era un ambiente que estaba alejado de todo lo que le habíamos enseñado desde niño: bailes, drogas, bebidas fuertes…
Comenzó a venir con olor a cigarrillo en sus manos. Le hacía una especie de «test de alcoholemia» para ver si estaba tomado. Nunca vino borracho, pero ese temor siempre estuvo presente.
Con mucho esfuerzo logramos que Giselle se recibiera, y era el turno de Julio. Pero él ya no quería saber nada con los libros, mucho menos de la iglesia. Estaba totalmente alejado de las cosas de Dios. Y como madre, sentía impotencia. Lo único que podía hacer era orar y esperar a que el Señor lo ayudara y trajera de vuelta a su redil.
Fue así como una mañana Julio vino a hablar conmigo. Ya no era el mismo y creo que hasta él se había comenzado a desconocer. Con dolor, pero con seguridad, se acercó hasta donde yo estaba y me dijo: «Ma: ya lo tengo decidido. Me voy a estudiar a la UAP». Y yo le tenía miedo a la UAP. Siempre la vimos como algo imposible, algo que nuestro bolsillo jamás podría sostener. Lo económico no era un impedimento, era el impedimento. Y uno, como madre, a veces comete el error de decirles a sus hijos: “Esto no es para nosotros, esto no está a nuestro alcance”. Mi miedo no pasaba solo por cómo llevaríamos adelante semejante gasto, sino también por lo que Julio podía hacer en otro lugar. Ahora se encontraría a varios kilómetros de distancia. Eran sus propias decisiones y debía aprender a afrontar las consecuencias de sus actos. Pero Julio ya lo tenía decidido. Pedía auxilio para salvar su vida. Llegué a la conclusión de que todo debía encomendarlo a Dios. Levanté mi mano para despedirlo y mientras el colectivo se alejaba, yo solo repetía: Señor, me diste a Julio, y ahora te lo devuelvo para que lo moldees en la UAP».
Julio se encontraba camino a Libertador San Martín. Dejar Tucumán no había sido una decisión fácil. No contaba con los recursos necesarios, no conocía el sistema de la UAP. «Nunca había escuchado la palabra matriculación», repite entre risas. Pero en ese momento, en el año 2010, Julio se encontraba solo, con muchas dudas y con pocas certezas. De lo único que tenía seguridad, era que Dios deseaba que él estudiara en la UAP. Julio quería ser profesor de Educación Primaria.
«Fue difícil desde el primer día que llegué a la Villa. Estaba emocionado por matricularme para empezar mi carrera. Pero esa emoción se desvaneció rápidamente cuando me topé con el primer obstáculo que me impedía iniciar mis estudios. Una vez más, el problema pasaba por lo económico. Decidí hablar con un contador de la UAP. “¿Cuánto tenés para arrancar?”, me dijo. Doscientos cincuenta pesos, fue lo que respondí. Hablamos y me explicó el valor de las cuotas. La UAP estaba realmente fuera de mi alcance. Me fui de la oficina preocupado y desilusionado. En ese entonces, si considerábamos la matriculación y el primer mes de mi carrera, el total era de ochocientos veinte pesos, una cifra bastante alejada de mi realidad. Estaba triste, frustrado. Mi preocupación no solo pasaba por no tener el dinero suficiente para estudiar, sino que tampoco me alcanzaba para volver a Tucumán. Estaba atrapado.
Recuerdo que ese domingo salí de la oficina del contador y me senté en las escaleras que se encuentran afuera del edificio de Administración. Oré. Le pedí a Dios que me ayudara, aunque fuera para volver a mi casa. En ese momento se acercó una persona: la profesora Vivi. Ella, sin conocerme, me preguntó qué me pasaba. Le conté toda mi situación: mis expectativas cuando llegué, mi desilusión cuando ni siquiera pude inscribirme, y la imposibilidad de volver a mi casa. «Aguanta hasta mañana», me dijo.
Al día siguiente, me acerqué otra vez a la universidad. No tenía nada que perder, así que fui a consultar nuevamente cómo podía abonar mis estudios. Me llevé una de las sorpresas más lindas de mi vida. La matriculación y el primer mes de mi carrera estaban pagados. Aquella mujer, con la que nunca había cruzado palabra alguna, había sido utilizada por Dios para auxiliarme. La profesora Viviana me dio más que una ayuda, me dio una oportunidad.
Comencé mis estudios. Era un desafío demostrar que estaba a la altura de la carrera y que podía obtener mi título en la UAP. En lo académico me iba muy bien: las notas que estaba sacando eran altas. Pero mis deudas también lo eran. Todos los años terminaba debiendo varias cuotas.
Trabajaba durante el año haciendo changas, como decimos en Tucumán. Cuando no cursaba, me dedicaba a hacer trabajos de todo tipo: cortar el césped, lavar autos, hacer arreglos eléctricos, pintura, y muchas cosas más. Todo era bienvenido. Cualquier ingreso era útil para pagar mis estudios. Pero aun así, no me alcanzaba.
Llegué a un acuerdo con la universidad. Iba a trabajar durante los veranos en la Biblioteca, para cubrir las cuotas del año que había finalizado. Es decir, que todo lo que ganaba era destinado a pagar las deudas acumuladas del año anterior.
Era difícil estar los veranos trabajando, solo, lejos de mi familia. Para colmo, la Villa se caracteriza por ser un lugar donde en el verano no queda nadie; todos se van de vacaciones. Yo no me podía dar ese lujo. No podía gastar esa plata que estaba destinada a pagar mis deudas. Las fiestas de Navidad y de Año Nuevo eran tristes. Veía a las personas disfrutar esas fechas junto a su familia mientras yo tenía la mía a kilómetros de distancia. Mi papá cumple años el 1 de enero, por lo que el festejo de Año Nuevo es doble y yo no estaba presente para abrazarlo, para estar con él. Pero no podía desaprovechar la oportunidad que la Universidad me daba para costear mis estudios. Siempre le reclamé a Dios que si me había sacado de Tucumán para que estudiara en la UAP, debía ayudarme a encontrar los medios para seguir estudiando. Y Dios, me respondía.
Aprendí a encontrar ventajas pasando los veranos en Libertador San Martín. Me fui haciendo de conocidos que me daban trabajo durante el año y me recomendaban a otras personas. Entre las ofertas que me llegaban, estuvo la posibilidad de ser acompañante terapéutico en el Sanatorio Adventista del Plata (SAP). No tenía conocimiento de nada relacionado con la terapia. No sabía ni siquiera tomar la presión. ¿Pero cómo me podía negar? Acepté sin pensarlo.
Trabajar en el SAP era una buena ayuda económica, pero cumplir con el horario implicaba un sacrificio enorme. Tenía clases de 7:30 a 13:25. Llegaba a casa, comía apurado y, de 14:00 a 18:30, hacía mis changas. Volvía a casa, hacía los trabajos prácticos en la medida que podía y a las 22:00 me presentaba en el sanatorio hasta las 6:00. No tenía tiempo para dormir. Si debo ser sincero, muchas veces se me cerraban los ojos en clases. Intentaba prestar atención, pero el cansancio me ganaba. Mis días eran agitados toda la semana. Era pesado, pero eran los medios que Dios me proveía para que pudiese seguir estudiando. Hice eso durante 3 años.
Nunca descuidé el estudio. Traté de cumplir siempre con las tareas, con los trabajos prácticos, y con las prácticas de mi carrera. Jamás desvié mi foco, mi objetivo. No me iba a perdonar si volvía a Tucumán vencido, derrotado, sin mi título.
Las sufrí a todas: no comer bien, no dormir lo suficiente, cansancio excesivo. Pero lo que más me marcó fue no ver a mi familia durante tres años. Los extrañaba y me he sentido solo en más de una oportunidad. Hubo momentos en los que no quería continuar, tenía ganas de irme y de tirar todo por la borda. Pero entonces aparecían mis profesoras. Siempre fueron un apoyo incondicional. La profesora Sonia me escuchaba cuando le decía que la llegada se me hacía larga, que quería abandonar. Me respondía con consejos y oraciones. Recuerdo que en varias ocasiones estaba trabajando, cansado, y llegaba un mensaje de ella, con versículos o con frases que me animaban a seguir adelante: «Dios sabe por qué te trajo a este lugar».
Otra profesora que me brindó su apoyo: fue Etel. Yo trabajaba en su casa haciendo changas y en cierta ocasión me ofreció un trabajo diferente. Me dejó al cuidado de su hogar. Fui su casero y sentía que ella realmente depositaba su confianza en mí.
Siempre dije que las profesoras Viviana, Sonia, y Etel son como ángeles en la tierra que me han dado más que un apoyo. Estoy seguro de que Dios las puso en mi camino con un propósito. Ellas me daban muchas veces esa inyección de ánimo que me hacía falta para levantarme y seguir dando pelea. Sus consejos siempre fueron sabios. Aprendí que debía escuchar lo que Dios me quería decir a través de ellas.
Con mucho esfuerzo conseguí llegar al cuarto año de mi carrera. Como siempre, fui a finanzas para ver cuál era mi situación en cuanto a números. Esperaba que me informaran acerca de cuánto era lo que debía. ¡Calculadora en mano y a sacar cálculos para ver si me alcanzaba lo que había ganado en el verano y cómo iba a cubrir lo que me faltaba pagar! Pero era el último año, el último escalón, el último sacrificio.
Entré para hablar con el contador y me dio una noticia inesperada. La mano de Dios nuevamente se hacía presente en mi vida. Un anónimo, una persona que jamás quiso darse a conocer, había pagado mi último año de estudio. Pregunté si había algún error y me dijeron que no, que estaba todo en orden, que esa persona se había acercado y había abonado en mi cuenta sin revelar su identidad. Dios me había facilitado el último escalón, o por lo menos me lo había hecho más liviano. Por primera vez en mi carrera no tendría que trabajar. Solo tenía que concentrarme en el estudio, en recibirme.
Pasaron dos días y recibí un llamado de mi mejor amigo, Mario. Lo conocía desde primer año, era mi compañero, mi apoyo en la UAP. Él también debía hacer un sacrificio para costear sus estudios y ese verano se había ido a colportar. No tuvo mucha suerte trabajando y esa era la razón de su llamado. Me llamaba para decirme que no iba a estudiar ese año, su último año. El plan siempre había sido recibirnos juntos y Mario no había corrido con la suerte de tener un donador anónimo como yo.
Así que decidí ir a hablar con un contador. De mi cuenta hice un traspaso a la cuenta de Mario, para que él pudiera tener la oportunidad de estudiar ese año. Arrancamos los dos, fuimos compañeros de residencia y terminamos juntos. Hoy en día, él sigue agradeciéndome por ese gesto. Pero no lo hice con ese propósito. Dios me había dado algo que nunca le había pedido y seguramente estaba probándome para ver si realmente merecía ese regalo. Si podía ayudar a otros con ese dinero, no lo iba a pensar dos veces».

Beatriz, hoy en día, puede ver en Julio a ese hijo que creía perdido. Es feliz —sonríe emocionada— porque tomó la decisión correcta al dejarlo en manos de Dios.
«Agradezco al Señor por el cambio que produjo en Julio. Antes de venir a la UAP, él había comenzado a alejarse de todo y de todos. No nos hablaba y cuando lo hacía era para levantarnos la voz. Pero ya nada de eso queda en él. Mi hijo ha crecido, es todo un hombre. Lo noto humilde, manso, es un caballero. “Ma: tenemos que orar”, me dice cuando tiene algún proyecto. Y juntos lo encomendamos a Dios. Nos incluye en su vida.
Muchas veces sentí impotencia cuando tenía a Julio a la distancia y lo veía sufrir. Mi hijo hacía un esfuerzo enorme y yo sabía que no la estaba pasando bien económicamente. Pero él nunca bajó los brazos. Verlo recibir su diploma es la mayor prueba que tenemos de que para Dios no hay imposibles.
Ese hijo que entregué en manos de la UAP para Dios, hoy lo veo volver transformado. Dios es grande. Nos ha sostenido, nos ha levantado y lo sigue haciendo. Esta batalla la ganamos los dos, de rodillas —es lo que le repetí estos días a Julio— el acá, nosotros allá.
Cuando vi a mi hijo tirar el birrete sentí que ambos compartíamos el mismo pensamiento. La gloria no es de él, tampoco mía. La gloria siempre ha sido y seguirá siendo de Dios».
Julio, como dijo su mamá, ya no es un niño; es un adulto recibido, con su título en la mano, dispuesto a servir a aquel que tanto lo ayudó durante toda su carrera. Dios es el centro de su vida y él lo manifiesta en todo momento y en todo lugar.
«Cuando me tocó pasar desde el fondo del Auditorio hacia el frente, a la primera fila, sentía que toda la gente alrededor mío eran ángeles. Y en el escenario, imaginé ver a Jesús, parado, con mi premio en su mano diciéndome “Julio: valió la pena todo el esfuerzo”. Siempre lo pensé por ese lado. Siempre supe que Dios tenía un plan para mí. Cada vez que recuerdo todo lo que tuve que pasar, me emociono. Nací y me crié en una familia humilde. Jamás pensé que sería posible que estudiara en la UAP. Mucho menos imaginaba terminar una carrera. Le doy gracias a Dios. Se lo dije a él, se lo dije a mamá, y se lo dije a todo el mundo: este título es de Dios. Por esa razón, hoy trabajo en una institución adventista, quiero ayudar en su obra. No quiero hacer gala de grandeza, ni mucho menos, pero me gustaría contar que estoy apadrinando a un alumno. Desconozco quien es él. Simplemente doy la ayuda económica a la profesora Sonia y ella se encarga de depositar ese dinero en la cuenta del que más lo necesita. Yo lo viví y sé lo importante que es sentir que alguien te da una mano.
Hay una frase que me mantuvo de pie durante todos estos años de estudio, algo que me dijo mi mamá cuando salí de Tucumán, con doscientos cincuenta pesos y lleno de dudas: «Aunque el mar esté delante y Faraón venga detrás, avanza, porque Dios va a abrir las aguas». Y Dios lo hizo. Puso gente en mi camino, me ayudó a recibirme y a conseguir un trabajo. Dios me permite ayudar a otra persona. Todo es obra suya. Todo se lo debo a él».